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ENCUENTROS CON LA PALABRA:LUZ PARA CAMINANTES.

Encuentro con la Palabra

"... Si uno anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque la luz no está en él... YO, LA LUZ, he venido al mundo para que todo el que crea en mí, no siga en tinieblas".(Juan 11,9.10 ; 12,46)

 

«Debemos aprender lo que hemos de pedir, como nos lo enseña el capítulo del Evangelio en que el Señor nos infundió gran confianza al decirnos: “Pedid y recibiréis” [Lc 11, 9]. […]. De ahí procede el amonestaros a que cuando oréis no pidáis ni busquéis ni llaméis a la puerta por riquezas como si fueran un gran bien. Quien llama desea entrar. La puerta por donde entrar es estrecha. ¿Por qué vas cargado con tantas cosas? Debes, pues, enviar delante de ti tu equipaje para poder entrar con facilidad, aligerado de peso, por la puerta estrecha. No pidáis al Señor riquezas como si se tratase de algo extraordinario. ¿Por qué temes que al tener poco no vas a poder comprar aquella posesión? ¿No te dije que su valor es igual a lo que tú tienes? Si nada tuvieres, tú serás su precio; en efecto, aunque tengas mucho, no la comprarás si no te das también tú mismo por ella» (De los escritos de san Agustín (Sermón  105, 2)

El “Año de la Fe”… proclamado por el Papa Benedicto XVI el pasado 12 de octubre del 2012, nos remitía el Papa a la experiencia de los discípulos de Emaús… Anuncian un Cristo “muerto”… incapaz de transmitir vida. Comentan su propia frustración y pérdida de esperanza… “Nosotros esperábamos… Y ya van tres días…” La actitud de estos discípulos nos habla de la posibilidad de que la Iglesia (en algún momento de la historia) realice un anuncio que no dé vida!.. porque tiene encerrados en la muerte al Cristo anunciado, a los anunciadores y a los destinatarios del anuncio… Por ello la Iglesia se debe preguntar sobre su anuncio cuestionándose en su ser y en su vivir… el problema de la fecundidad o infecundidad de la Iglesia como “real” comunidad, como un cuerpo… y no como una empresa… La Iglesia peregrina es misionera por naturaleza… porque se origina en la misión de Cristo… y en la misión del Espíritu Santo. Es anunciadora y testigo de la Revelación de Dios… congregando al pueblo de Dios disperso… Y es optimista en su “misión”, escuchando a Isaías: “Ensancha el espacio de tu carpa, alarga tus sogas, asegura tus estacas… porque te expandirás a derecha y a izquierda… tu prole heredará naciones y poblarás ciudades despobladas!..” La tarea de evangelización es tarea de todos los creyentes… es la misión esencial de la Iglesia! Y esto involucra una doble acción: discípula y misionera… debe escuchar (evangelizándose a sí misma), para ser evangelizadora… La misma Iglesia es el fruto visible de esa ininterrumpida obra de evangelización que el Espíritu guía a través de la historia, para que el pueblo redimido de testimonio del Dios viviente. (Lineamientos para la preparación del Sínodo de Obispos – Octubre/2012 – nº 2)

 

«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había sucedido. Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: "¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?". Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: "¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?". Él les dijo: "¿Qué cosas?". Ellos le dijeron: "Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, cómo nuestros Sumos Sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que seria él el que iba a liberar a Israel; pero con todas esas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó... Él les dijo: "¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?". Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado entró a quedarse con ellos. Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado... Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once ya los que estaban con ellos, que decían: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!". Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en el partir el pan» (Lc 24,13-25)

 

Emaús es Jesús que sale al paso del hombre; y es el hombre que busca el paso y el rostro de Dios. Es recuerdo de la cruz y revelación de la gloria. Es compartir el pan y la palabra. Es encuentro con el Señor resucitado cuando el día va de caída. Es volver a la comunidad para, desde ella, lanzarse a los caminos del mundo a rehacer y repetir los gestos y las palabras del Maestro cuando salió al paso a aquellos discípulos que se alejaban y se puso a recorrer con ellos el camino a Emaús.

Cuando Jesús sale al encuentro

Para explicar el misterio de la pascua del Señor, el evangelio no expone una teoría amplia y densa. Ofrece, en cambio, narraciones pascuales llenas de vida. Quizás la más bella y sugerente es la que presenta san Lucas: el encuentro de dos discípulos con el Resucitado en el camino de Emaús. Sólo el tercer evangelista nos ha dejado esta narración. Es la historia de un reconocimiento, una larga catequesis de gran finura psicológica, a través de la cual Jesús conduce a los discípulos a la fe en la resurrección. Lo decisivo en este camino de fe que hacen juntos, Maestro y discípulos, es la comprensión de la Escritura, que tiene por intérprete a Jesús mismo, la mesa compartida en la fracción del pan, y el retorno a la comunidad de la que, desilusionados, se alejaron. El pan y la palabra llevan desde entonces a todos los creyentes al encuentro con Jesús.

Desencantados y decepcionados

En la tarde del domingo, aquel mismo día, «dos de ellos se dirigían a una aldea distante de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús» (Lc 24,13). No son discípulos ocasionales o de última hora. Pertenecen al círculo de los Once, de los privilegiados en la convivencia con el Maestro. Y se alejan de Jerusalén, de la comunidad de los hermanos con los que han compartido su ilusión y su esperanza. ¡Esperaban tantas cosas de aquel «profeta poderoso»! Su muerte lo ha truncado todo. Se sienten tremendamente decepcionados y se marchan de Jerusalén llevando la amargura y el desencanto. La situación de los dos discípulos era también probablemente la situación de la comunidad. La muerte de Jesús los deja sumidos en el fracaso, y, desesperanzados, huyen.

Van tristes y, compartiendo juntos la soledad, discuten sobre los acontecimientos ocurridos. Cuanto más hablan, más se alejan de Jerusalén y de lo que allí ha sucedido, que no es ya sólo la muerte de Jesús, sino también su resurrección. Como tras la muerte no esperaban nada, no se habían molestado siquiera en ir al sepulcro. Y, aunque han oído decir que algunas mujeres, yendo de madrugada al sepulcro, no encontraron su cuerpo, ellos, con una actitud escéptica y antifeminista, no pueden darle crédito. Se marchan a su aldea sin esperar que termine el tercer día de la espera y de la promesa. Hundidos, dan por concluida su aventura con Jesús de Nazaret.

La situación desesperanzada de los discípulos de Emaús que marchan a su casa al atardecer, es posible que retrate nuestra propia situación de discípulos y de evangelizadores. Vivimos con frecuencia bajo el síndrome de Emaús. Después de muchos años vividos junto a Jesús, experimentando su presencia, su amor y su gracia, nos llega también la soledad y la crisis, la frustración y el desencanto, la tristeza y la oscuridad. Y, aunque El se ponga a caminar a nuestro lado, nos resulta imposible reconocerlo. Después del esfuerzo y la ilusión por predicar, vivir y construir una comunidad de hermanos que se acogen y se, aman, fundamentada en la presencia del Señor, se llega, quizás, a la amarga conclusión de que todos los intentos no sirven de nada y de que la única posibilidad real es buscarse la vida individualmente y volver a la monotonía y al formalismo.

Después de haberse entregado con pasión y con celo apostólico a la causa de Jesús, de haberlo dejado todo para anunciar su mensaje y su Reino, llega el cansancio y el desencanto, la amargura y la decepción. Y, como los discípulos, queremos huir de la misión, de la comunidad y de Jesús; tan hundidos como los de Emaús, intentamos alejarnos de Jerusalén y volver también a nuestra aldea, a nuestro pequeño Emaús.

Vivimos tristes porque sólo somos capaces de comunicar y compartir el cansancio y el desencanto de nuestro seguimiento de Jesús. Si un día nos arrastró y sedujo hasta el punto de dejar nuestras redes y entregárselo todo, hoy, avaramente, no somos capaces ni siquiera de entregarle nuestra desilusión y desaliento. Pero no deja de ser significativo que el punto de partida del viaje de vuelta a Emaús fuera la frustración y desesperanza de los discípulos. También en nosotros, el cansancio y el fracaso, la soledad y la tristeza, la amargura y el desencanto, pueden ser el punto de partida de nuestro propio camino de Emaús. En él nos espera Jesús vivo y resucitado, en él podemos volver a sentir el reto de encontrarlo, reconocerlo y testimoniarlo.

Cuando Jesús sale al encuentro

Mientras conversan y discuten, «Jesús mismo se les acercó y caminaba con ellos» (Lc 24,15). Ellos le miran, pero no le reconocen; sus ojos, velados por la tristeza y la amargura, no podían hacerlo. Siempre es difícil al hombre que se aleja, reconocer al Dios que le sale al paso. Pero Él sigue tomando la iniciativa y sigue haciéndose el encontradizo. Se acerca al hombre desorientado, al discípulo desalentado, al evangelizador fracasado y, como hizo con los discípulos de Emaús, se pone a caminar con ellos.

En el camino de Emaús, Jesús primero acompaña silencioso, escucha; después, de una manera discreta, se interesa por lo que dicen: «¿Qué conversación es la que lleváis en el camino»? (Lc 24,17). Es la pregunta justa, la única pregunta que, sin herir, podía llegar al sentimiento de profunda tristeza que los embargaba. Entra Jesús en su vida, entrando en su conversación. Su presencia rompe la soledad y hace del camino, diálogo y búsqueda de sentido.

La ignorancia que aparenta Jesús sobre los acontecimientos ocurridos en Jerusalén les resulta extraña e inexplicable. ¿Cómo es posible que alguien que viene de Jerusalén, no conozca lo que allí ha sucedido? Pero es más sorprendente la respuesta que pone Lucas en labios de los dos discípulos: «Lo de Jesús de Nazaret, un hombre que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron nuestros pontífices y magistrados para ser condenado a muerte y lo crucificaron» (Lc 24,19-20). Son las mismas palabras del kerigma que anuncian los apóstoles en sus primeros discursos y que condensan toda la catequesis de la Iglesia. Así Pedro, en el día de Pentecostés, dice a todos los reunidos: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios obró por medio de él entre vosotros, como sabéis, a éste, entregado conforme el consejo y previsión divina, lo matasteis, crucificándolo por medio de los inicuos» (Hech 2,22-23). Las palabras de los de Emaús recogen el mensaje y la catequesis apostólica. Sólo les falta la conclusión: «pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte» (Hech 2,24).

Los discípulos de Emaús conocen bien el mensaje; lo saben todo sobre Jesús. Sin embargo, todos sus conocimientos no les llevan a la fe. Conocían su promesa de resucitar al tercer día, han oído los rumores sobre el sepulcro vacío. Pero nadie le ha visto. Y ellos, en su interior, están convencidos de que eso es algo absurdo e imposible: No será tampoco hoy nuestro saber lo que nos lleve a

Cristo; ni serán nuestros conocimientos sobre el Señor los que provoquen la evangelización. Si no somos capaces de contemplarle en la fe y de dejarnos guiar por la palabra de vida, nuestra existencia y nuestros esfuerzos misioneros seguirán siendo estériles y valdíos. Sólo desde la palabra podemos contemplar el plan de Dios y podemos ver el sentido de la vida dentro de su proyecto divino.

La tarea de Jesús ante la incomprensión y ceguera de los dos discípulos es conducirles a la fe pascual, ayudarles a leer de nuevo las Escrituras, a ver que según el plan de Dios, el camino de la glorificación pasa por la pasión y la muerte.

En primer lugar, han de escuchar el reproche brusco y humillante del acompañante sereno y pacífico que camina a su lado: «¡oh necios y tardos de corazón para creer lo que dijeron los profetas!” (Lc 24,25). Es la reconvención que sigue en pie para todos los que se obstinan en rechazar la resurrección, a pesar de los testimonios de la Escritura. La clave interpretativa que Jesús les ofrece, viene formulada en el texto en forma de pregunta: «no era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria?” (Lc 24,26). Es decir, según el intérprete Jesús, los dolorosos acontecimientos acaecidos en Jerusalén siguen siendo los mismos. Pero cambia profundamente su sentido: todo sucedió según el plan de salvación establecido por Dios.

La fe no cambia la vida; no hace desaparecer el dolor, la enfermedad, la muerte; no suprime las dificultades, los fracasos, las preocupaciones humanas. Pero ayuda a ver que todo tiene un sentido nuevo en el proyecto de Dios.

¡Cuántas veces cuando no se cumplen nuestras previsiones o expectativas, cuando llega el fracaso o asoma el dolor, Dios se oscurece también y desaparece del horizonte de la vida del hombre! La incapacidad de mirar la realidad desde Dios, nos impide muchas veces reconocerle en el camino de la vida.

En el camino de Emaús, Jesús les interpreta las Escrituras y les hace emprender un camino nuevo para llevarles a una nueva inteligencia de lo ocurrido y a una nueva comprensión de su destino. Todas las Escrituras, la ley y los profetas, hablan de Él, de Cristo, de su pasión y de su gloria. A través de la explicación de Jesús, conforme va hablando y comentando, no sólo entran en el sentido profundo de los textos que conocen de memoria y cae la oscuridad de sus ojos, renace también la esperanza y arde su corazón. Aunque no se daban cuenta, Dios estaba ya dentro de ellos. La palabra de Dios los va transformando y pasan de la tristeza a la alegría, de la indiferencia a la esperanza, de la soledad y el desencanto al amor.

Están ya preparados para llegar a la fe.

Vuelve a subir en cada uno de ellos, suscitado por la presencia de Jesús, el recuerdo vivo de lo que Él había sido para ellos, una vez que lo encontraron, la confianza y el fervor que le habían entregado. La conversación les abre a perspectivas nuevas que nunca antes habían descubierto, a pesar de haber leído atentamente las Escrituras. Paso a paso, son conducidos a leer de una manera distinta la larga tradición de la que habían salido y que había tejido su juventud. Y desde la decepción y la nostalgia que los inunda, son llevados imperceptiblemente, sin ni siquiera darse cuenta, al principio, a una nueva comprensión. Y ahora ya, elevados sobre sí mismos, como les había ocurrido algunas veces junto a Él, con esa mirada interior a la que Jesús les ha llevado, son capaces de desarrollar nuevos enfoques, de iluminar lo que han vivido, de comprender incluso lo acaecido a su Maestro.

Y un gozo inmenso va creciendo en su corazón, sube en ellos lentamente desde lo más íntimo de su ser para anegar la angustia agazapada y todavía latente. Sobre el desánimo y la desesperanza que los aplastaban con todo su peso, está resurgiendo paradógicamente la esperanza.

La palabra de Dios transforma el corazón del hombre.

Y la palabra lleva al reconocimiento de Dios. Quien no escucha la palabra, difícilmente puede llegar a Él. Pero, sobre todo, la palabra conduce a la mesa y al banquete.

Al partir el pan

Está anocheciendo cuando llegan a Emaús, la meta de su viaje. Jesús es invitado a entrar en la casa de uno de los discípulos; el caminante que les ha explicado las Escrituras es recibido como huésped. Y, como invitado, sentado a la mesa con ellos, «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). En el gesto sencillo y familiar de partir el pan reconocieron a su Señor. El pan bendecido y partido por su Señor se convierte para ellos en la señal definitiva de la resurrección. Jesús se les manifiesta resucitado con el signo que ellos ya conocían de la fracción

del pan. Abren sus ojos y le reconocen vivo. Saben ya quién es el caminante que les abrió a la comprensión de las Escrituras. Entienden ahora por qué les había subyugado con sus palabras y por qué ardía su corazón. Son testigos de la resurrección.

En la mesa concluye Jesús lo que había comenzado en el camino. Les abre la inteligencia para comprender desde dentro el pasado y el futuro, comprensión necesaria para que se abran ellos a la misión. Jesús les ha dicho todo aquello de lo que en adelante tendrán que vivir y les ha entregado ahora la señal que ninguna ausencia borra.

La fracción del pan, la celebración de la eucaristía será para la comunidad cristiana el signo privilegiado para reconocer al Resucitado. Para Lucas, la acción de partir el pan, típica del judaísmo, que la realizaba como un rito al comienzo de la comida, reviste una significación emblemática y específicamente cristiana. La fracción del pan caracteriza en sus escritos la vida de los creyentes en la Iglesia primitiva. Al anochecer, cuando terminaba el día, come Jesús con sus discípulos la última cena, instituyendo en la fracción del pan, la eucaristía (Lc 22, 14-22). Al anochecer, en Emaús, repite el mismo gesto. Al anochecer se reunirán también los primeros cristianos para la cena eucarística (Hech 20,7-12).

Si la Sagrada Escritura da testimonio de Cristo resucitado, la eucaristía da al mismo Resucitado. La eucaristía es el gran signo de la resurrección del Señor, el signo a través del cual también hoy podemos reconocerlo, como ayer los de Emaús, vivo y presente. En realidad, hoy a la comunidad de los creyentes, Cristo se nos manifiesta y hace presente como Resucitado, en la eucaristía. Y comulgando y participando el cuerpo glorioso de Cristo, haciéndonos cuerpo en Cristo, se hace la comunidad cristiana. La comunión del cuerpo resucitado de Cristo hace posible el ser «muchos un solo cuerpo porque todos participamos de ese único pan» (1 Cor 10,16).

Los discípulos, sobrecogidos y admirados, piden a Jesús: «Quédate con nosotros»; y el texto de Lucas destaca enseguida: «entró para quedarse con ellos» (Lc 24,29). Jesús resucitado está con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Y es en la eucaristía donde se realiza la permanencia del Resucitado en la Iglesia: «el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56).

Pero no se trata de la mera presencia. Jesús, que entra para quedarse, tan pronto como los discípulos lo reconocen, desaparece de su vista. Jesús no está ya entre los hombres como lo estaba entre los discípulos antes de la pascua. Al resucitar, no da un paso atrás sino hacia adelante. No regresa a la vida anterior; entra en la vida total, en la gloria de Dios. Más que volver a estar vivo, se convierte en «el viviente», en el que ya no puede morir.

Los discípulos de Emaús, llenos de gozo ante el reconocimiento del Señor resucitado, apenas tienen tiempo de mirarse y de mirarlo. Antes de que sus labios se abran y prorrumpan en alegría, Jesús desaparece. Y, sin embargo, no sienten en este momento la decepción por perderle. Siguen alegres y rebosan felicidad. Les basta saberlo vivo.

Saber que vive es para ellos más importante que verle, oírle y tocarle. El acontecimiento de la resurrección no es, quizá, tampoco para los creyentes una simple experiencia para gozar y disfrutar, sino un testimonio para proclamar.

Como ellos, somos testigos de la resurrección; y la presencia del Resucitado, que llena nuestra vida de sentido y esperanza, nos lanza a la comunidad y a la misión.

Volver a Jerusalén

Inmediatamente, sin detenerse a comentar entre ellos lo sucedido, los dos discípulos se levantan y emprenden de nuevo el camino hacia Jerusalén. Como todos los que han experimentado el encuentro con Dios, los pastores (Lc 2,10), los apóstoles (Lc 9,10), el leproso curado (Lc 17,15), la samaritana (Jn 4,28), regresan llenos de alegría, para glorificar y alabar a Dios por todo lo que han visto y oído, para proclamar la obra de Dios, para testimoniar aquello de lo que han sido testigos. Progresivamente, la experiencia del encuentro con el Resucitado va transformando a los discípulos. Primero se le abren los ojos (v. 31); luego arde su corazón (v. 32); para terminar, corriendo a anunciar a los hermanos el mensaje que no pueden guardar para sí mismos (v. 33). Comprenden que si el Señor sigue vivo, ellos no pueden permanecer ya en Emaús. El primer fruto que la resurrección produce en ellos es hacerles regresar a Jerusalén, hacerles volver a la comunidad de la que se habían alejado. Su lugar está donde están los hermanos; han de volver a la comunidad apostólica. Vuelven a Jerusalén para formar con los otros discípulos la comunidad del Resucitado, para testimoniar, vivir y proclamar con ellos su presencia. Si habían salido tristes y pesarosos, regresan ahora con el corazón lleno de gozo y de esperanza. Los once kilómetros de viaje se les harían mucho más cortos.

En Jerusalén encuentran reunidos a los Once y a sus compañeros. La noticia que ellos les llevan, la reciben al mismo tiempo de los hermanos. Su testimonio se funde con el testimonio apostólico. Su reconocimiento del Señor en el camino y en la fracción del pan, se abraza y recibe la fe de la comunidad: «Realmente resucitó el Señor y se apareció a Simón» (Lc 24,34).

La experiencia del Resucitado conduce a la comunidad. La comunidad eucarística de Emaús se prolonga en la comunidad apostólica de Jerusalén. Quien encuentra a Jesús, corre a comunicarlo a los hermanos, y en los hermanos lo encuentra. En la comunidad se vive y celebra la pascua del Señor. Sólo Él la reúne y unifica hacia dentro en el amor y hacia fuera en la misión. La comunidad religiosa tiene su origen en el Señor resucitado, presente en medio de los hermanos a los que, por medio del

Espíritu, difunde el amor del Padre. Y el amor compartido entre ellos, genera gratitud y alegría, unión de corazones, apoyo en las dificultades, robustecimiento en la fe.

La presencia de Jesús resucitado constituye la comunidad. Al confesarlo y reconocerlo, se manifiesta como comunidad cristiana. Sólo desde Jesús existe y se entiende la fraternidad. El reto de los hermanos está precisamente en reconocer y descifrar en ella el rostro de Cristo, el Señor, como lo descubrieron en su camino los de Emaús. Este reconocimiento la fortalece en la comunión y la lanza a la evangelización.

La comunidad reunida por el Resucitado es una familia de hijos y de hermanos que, unidos en comunión, teniendo un sólo corazón y una sola alma, invocan el nombre de Jesús y sienten como suya propia la obra que el Padre ha realizado en su Hijo. Y, sintiéndola como propia, sienten la urgencia de representar en el mundo a su Señor, de anunciar por todos los caminos la buena nueva: ha resucitado el Señor y nosotros somos testigos.

Hacer hoy el camino de Emaús

La experiencia de los discípulos de Emaús que en la tarde de pascua se alejan de Jerusalén y encuentran a Jesús como compañero de viaje y huésped de su casa, puede estimularnos a ponernos también nosotros en camino con la ilusión de encontrarlo y reconocerlo, con la esperanza de que pueda devolvernos la fe, el deseo de comunión y el entusiasmo misionero. Como los de Emaús, podemos encontrar al Señor en el camino de la vida. Y, como el Señor resucitado en el camino de Emaús, podemos salir nosotros al encuentro de los hombres y mujeres de nuestro mundo, plasmando sus actitudes: poniéndonos a su lado, escuchando y compartiendo sus inquietudes, ofreciéndoles el evangelio, repitiendo el gesto de Jesús de partir el pan. ¡Ojalá nuestra presencia y nuestra palabra suscite también el ardor de la fe que los transforme en testigos y anunciadores!

El encuentro con Jesús de los dos discípulos de Emaús nos plantea, pues, un doble reto: ir hacia Dios y hacia los hombres a los que Él nos envía, encontrarnos con ellos y encontrarnos con Dios. Se trata de un desafío radical a nuestra vida y a nuestra misión, que de ningún modo podemos separar, sino que hemos de vivir profundamente unido. En realidad, el reto está en: vivir en el encuentro con quienes son destinatarios de nuestra misión, el encuentro y la experiencia de Dios. Porque es en el camino de los hombres, donde nos espera Dios. En él nos ofrece, junto a la gracia del encuentro, la experiencia gozosa del servicio y la entrega a los hermanos.

El camino de Emaús comienza saliendo al paso. También hoy el punto de partida de la evangelización está en ir y acercarse a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a los jóvenes, a los destinatarios de la misión, allí donde se encuentren, en las calles y en las plazas, en los lugares de trabajo, de ocio; en acogerlos como son, escuchar sus anhelos y dificultades. Toda acción pastoral parte de la situación concreta y se dirige a las necesidades y exigencias de la Persona. Y desde la situación en que viven, hay que acompañarles, recorriendo juntos, el camino.

En el camino, como hizo Jesús, desde la cercanía y la empatía, se realiza el anuncio evangélico. No es algo yuxtapuesto a la vivencia humana cotidiana; es el descubrimiento del sentido y de la verdad de la vida. Es un auténtico camino hacia la fe que guía a la manifestación y reconocimiento de Cristo como verdadero hombre y como Hijo de Dios, como el Señor resucitado presente en la historia y en la vida de los hombres; reconocimiento que lleva a la adhesión, al seguimiento y al compromiso por el Reino.

Si creemos que Dios nos espera en el camino de la vida, nuestro acompañamiento y trabajo apostólico es para nosotros, encuentro y experiencia del Señor resucitado. Saliendo al encuentro de aquellos a los que el Señor nos envía, nos encontramos con Él. Sin la cercanía a los hombres de nuestro tiempo, difícilmente podemos acercarnos a Dios. Sumergidos en su vida, en sus preocupaciones, trabajando con entusiasmo y esperanza por llevarlos al amor de Cristo, vivimos también nosotros la experiencia del amor de Dios. La misión apostólica es, pues, el camino del encuentro con Dios. Fuera de este camino, nos perdemos y no llegamos a la meta.